Primera, segunda, tercera ola; ya las conocemos. No hace falta entrar en detalle ante lo que hemos vivido: dicen que la experiencia es un grado, y este año 2020 nos hemos graduado todos. Todos los que hemos sobrevivido.
Comienza un nuevo año, el consecutivo 2021, en el que hemos depositado toda nuestra esperanza.
Sin ánimo de alterar esta necesidad humana, los profesionales de la salud mental debemos mencionar también que se avecina una nueva etapa.
Ya lo advierte el presidente de la Sociedad Catalana de Psiquiatría, Narcís Cardoner: pide que haya una previsión por parte de la administración, porque las estimaciones indican que no se podrá atender a todos los que sufran la siguiente ola de la pandemia, la ola invisible: la de la salud mental.
No nos lo inventamos. Hay precedentes en la historia. Las crisis sanitarias y económicas aumentan las tasas de trastornos ansiosos, depresivos, adicciones y de suicidios. Está claro que la salud mental va de la mano de las situaciones que nos rodean. Hemos llegado tarde en las situaciones ya pasadas – por ejemplo, en la crisis económica del año 2008 - y no queremos volver a hacerlo esta vez.
Esta ola invisible es indirecta e insidiosa, y se está instaurando con fuerza; pero sin embargo sigue siendo menos detectada que otras olas en unos servicios médicos que están totalmente saturados. En estos momentos, los expertos estiman que el 30% de la población está sufriendo ansiedad, depresión o estrés postraumático. Y en un futuro cercano, este porcentaje podría ascender hasta el 50% en algunos colectivos como los del personal geriátrico, según los mismos. Ambas son cifras muy elevadas si tenemos en cuenta que, en condiciones normales, se calcula que hasta un 25% de las personas tendrá algún problema psíquico en algún momento de su vida. Las consecuencias del confinamiento, el aislamiento, la incertidumbre, la enfermedad, los duelos condicionados por la imposibilidad por despedirse y la crisis económica son evidentes.
Según la Federació de Salut Mental de Catalunya, la depresión se ha triplicado este año, y la ansiedad se ha cuadruplicado. Por un lado, se debe a la aparición de nuevos casos; y por otro, al incremento de la cronicidad de los ya existentes. Se prevé, además, que estos efectos sean más marcados en personas con condiciones de vida más precarias, con menos recursos y con un acceso más limitado a los servicios sociales y de salud.
El último informe de l’Associació de Salut Mental de Catalunya, de junio de 2020, indica que las situaciones de alta complejidad más frecuentes y que por tanto requieren una intervención más intensiva son, en orden de importancia: dificultades o empeoramiento de los problemas de conducta que deterioran gravemente la convivencia en domicilio, el consumo de tóxicos, el incumplimiento reiterado del confinamiento, agresiones físicas, insultos o amenazas – generalmente vinculadas a violencia filioparental o violencia de género -, ideas o intentos de suicidio, personas sin hogar generalmente acompañadas de trastorno mental grave y/o consumo de tóxicos.
En una situación de restricción económica, social y de forzada vida intradomiciliaria, no es de extrañar que estos problemas se hayan agravado.
Cabe mencionar que, para atender y manejar estas situaciones tan graves y complejas, hay un grave problema de recursos. En España solamente contamos, en la red pública, con 6 psicólogos y 10 psiquiatras por cada 100.000 habitantes, menos de la mitad que en países como Reino Unido o Francia. La red privada ayuda a oxigenar estas cifras tan preocupantes, sin embargo, no hay duda en que es accesible solamente a una limitada franja de la población. Y que, por si fuera poco, los profesionales de la salud mental todavía no hemos podido recuperar completamente la actividad presencial en nuestros centros.
Este círculo vicioso nos puede llevar al cataclismo de la salud mental en un futuro cercano. Debemos advertirlo alto y claro; y ayudar a que esta información nos impregne e incumba a todos. Debemos visibilizar la ola invisible.