Como profesional de la salud mental, cuando desde el departamento de comunicación se me propuso escribir unas (cuantas) palabras sobre la importancia de pedir ayuda, lo primero que pensé fue en las ganas que tenía de escribir sobre ello y compartir algunas de mis ideas.
Durante los siguientes días tuve varias ideas e, incluso, hice un par de borradores con la estructura, lo que quería decir y lo que no. En ningún momento se me pasó por la cabeza contactar con amigos que viven de la escritura, pedir opiniones a personas que me conocen bien o llamar a mis padres para plantearles que, lo que empezó con cierta ilusión, se me estaba atascando (con todo lo que implicaba para mí).
Reflexionando sobre ello, creo que lo me sucedió lo que nos sucede a muchos al enfrentarnos a nuestro malestar (ya sea ante situaciones del día a día o en crisis vitales).
En ese sentido, creo que el proceso de llegar a pedir ayuda implica, en primer lugar, algo que no es fácil ni agradable.
Pedir ayuda puede implicar aceptar cierto grado de “fracaso” y esto choca con esa creencia de que las personas tenemos que saber hacerlo todo y, encima, hacerlo bien (si es para antes de ayer, mejor que mejor).
Pedir ayuda implica la posibilidad de que la persona que puede ayudarnos nos diga que no y esto choca con la de algunas personas de que los demás tienen que saber qué necesito.
Pedir ayuda da miedo y esto es contradictorio con hacer cosas que son buenas para mí.
Así, en lugar de hacernos las cosas simples (ser honestos con nosotros, coger el teléfono y llamar a personas de nuestra confianza para pedirles consejo o atención), las personas hemos desarrollado una serie de estrategias estupendas para llamar la atención de los demás. Podemos no contestar mensajes de Whatsapp, colgar algún Story en Instagram, suspirar, decir que siempre estamos bien (con una pequeña pausa dramática al final), enfadarnos con los demás porque sentimos que “no nos entienden”, absorbernos en el trabajo del día a día o refugiarnos en otros entornos que no siempre nos favorecen.
Cuando doy vueltas a la idea de lo importante que es pedir ayuda, no puedo evitar pensar en el hecho de que todo el mundo quiere una vida mejor y, cómo oí decir a algunos profesores durante mi etapa de formación, todos buscamos formas más o menos sanas de conseguirlo. Si todos queremos una vida mejor, ¿por qué no todo el mundo lo consigue? ¿Por qué algunas personas parecen quedarse atascadas entre medio?
Mi sensación es que hay algunas personas que, ante esa visión de posible fracaso, deciden pasar sus males quejándose de lo pequeños que son, de lo mal que les ha tratado la vida o de su incapacidad para reconocer y apreciar sus capacidades.
En ese sentido, entiendo que pedir ayuda es necesario porque me enseña a reconocer que hay algo que no funciona, que no me gusta o que me hace mal. Y YO (en mayúsculas) decido no aceptar eso en mi vida (pudiendo decidir lo contrario).
Pedir ayuda me hace ser justo conmigo mismo ya que me enseña a mirar dentro de mí y apreciar mis debilidades y mis miedos. Pero también mis capacidades, mis recursos y mi habilidad para llevar la vida que quiero llevar.
Pedir ayuda es bueno porque me enseña a ser una persona más honesta, más responsable conmigo y los que me rodean y más valiente. Y, sinceramente, no conozco a nadie a quien le vaya mal siendo fiel a estos valores.
Pedir ayuda puede ser incluso bonito porque me enseña a confiar en otro. En su capacidad para escucharme. Sin juzgarme ni criticar mis dificultades.
Como dije anteriormente, pedir ayuda no es fácil y no siempre es agradable. Pero, si soy capaz de ir más allá del miedo y de esa sensación de vergüenza, entenderé que no voy a hacerlo hoy y que no voy a hacerlo solo. Y no hay absolutamente nada malo en ello.