En un mundo donde todo es azul, en ausencia de otros colores, el concepto de lo azul no puede ser desarrollado, escribía hace más de 40 años Paul Watzlawick, el emblemático psicoterapeuta de la Escuela de Palo Alto y coautor de la Teoría de la comunicación humana, en su también emblemático libro Cambio: formación y solución de los problemas humanos.
Forma parte de una idea constructivista fundamental que lo que no puede ser contrastado, diferenciado, sometido a la luz de su opuesto, no puede ser apercibido. Incluso para que dos elementos puedan ser tenidos en cuenta como similares, es necesaria la existencia de un tercero que funcione como elemento de contraste y que permita establecer dicha similitud (lo que el citado Watzlawick llama “el tercero excluido”). En otras palabras: si dos personas decimos que se parecen porque son simpáticas, es porque existen personas a las cuales referirnos como antipáticas. Y volviendo al principio, en un mundo donde todas las personas son simpáticas, no puede desarrollarse el concepto de simpatía.
Este periodo pandémico ha traído consigo mucha angustia y los psicoterapeutas, gracias a la posibilidad de la psicoterapia online, no sólo hemos podido comprobarlo, sino que, además, en la medida de nuestras posibilidades hemos contribuido a mitigar la incertidumbre y el desasosiego que en ocasiones la situación de confinamiento y de peligro de contagio ha provocado en algunos de nuestros pacientes. Asimismo, durante estos meses inciertos, el virus que nos ha llevado a recluirnos en nuestras casas y a modificar, a menudo de manera radical, nuestra vida cotidiana, ha funcionado también para algunos como parada obligada -e inesperada-, y también hemos podido constatarlo. Podemos afirmar que la situación de confinamiento ha servido a una buena parte de los individuos y de las familias que atendemos -especialmente en personas o familias no afectadas por cuestiones económicas o por la muerte de familiares, que no formarían parte del análisis de este artículo-, como freno y como elemento de contraste respecto a su vida “antes del confinamiento”.
A la luz del confinamiento como elemento de contraste, pues, algunas personas han podido desarrollar “el concepto de lo azul”. He aquí algunos ejemplos de lo que llamamos “freno y contraste.”
Alicia tiene 24 años, comparte piso y trabaja como becaria economista en una empresa dedicada a productos inmobiliarios. No le gusta el trabajo que desempeña, lo aborrece. En su vida privada, se siente ignorada por sus compañeras de piso y por sus amistades en general. En realidad, se suele sentir sola frecuentemente y cuando eso ocurre responde con atracones de dulce o bien con restricción alimentaria. En general, aunque intenta controlar y planificar al máximo su vida, no se siente capaz de tomar decisiones; dicha incapacidad, por cierto, atañe tanto a la dificultad para elegir entre dos vestidos como al decidir sobre su futuro laboral o académico; esto es, su indecisión impregna desde lo más nimio a lo más relevante en su vida. Por eso, ante cualquier duda que se presente, llama a su madre, que vive en otra ciudad, para que le diga qué tiene que hacer. En todo lo que Alicia hace se sobreexige: ningún resultado es suficientemente bueno ni satisfactorio, y mucho menos su peso o su imagen corporal lo son.
Desde el inicio de la terapia, un año antes del confinamiento, queda claro que Alicia desea un cambio, que está sofocada y a veces muy triste dado que es consciente de cómo el peso y la alimentación se han convertido en el centro de su vida, y cuánto se siente insatisfecha en su existencia. A pesar de haber logrado algunos cambios significativos en su dieta y de haberse fortalecido interiormente, mostrándose mucho más asertiva que al inicio de la terapia, los ciclos de restricción-atracón se mantienen, haciendo mella en su motivación por alcanzar un equilibrio distinto. Ha podido verbalizar algunas insatisfacciones frente a sus padres (separados), los cuales a su vez se han mostrado más abiertos al diálogo y a intentar entenderla, si bien la dinámica de relaciones se ha mantenido prácticamente intacta, pivotando sobre los mismos patrones.
Durante el confinamiento Alicia empieza a sentirse mucho mejor, aproximadamente una semana y media después de su inicio. Se siente más relajada, ha recuperado algunas rutinas placenteras que la vorágine cotidiana se había llevado consigo, como leer o dibujar. Ya no va a trabajar y se siente liberada. Dedica un tiempo a cocinar, a pensar en lo que come. Cuando va a comprar, inusitadamente, ya no tiene ningún interés en comprar productos que no le convienen. No sabe muy bien qué ha pasado, de qué manera ha empezado a sentirse mejor, pero intuye que tiene que ver con el hecho de sentirse en igualdad de condiciones respecto al resto de personas: todo el mundo está confinado, nadie va a llegar antes, ni más rápido – explica-, las restricciones son para todos y la obligatoriedad de confinarse también. Después de 15 días de confinamiento, Alicia mantiene las rutinas anteriormente mencionadas y ha añadido otras igualmente valiosas a su día a día, como el ejercicio o la meditación. Ha mejorado la relación con una de sus compañeras de piso, con la cual se ha confinado y a la cual ha revelado parte de su problema alimentario, encontrándose con una respuesta comprensiva y de ayuda por su parte. Se ha dado cuenta que está menos sola de lo que pensaba, ya que ha recibido llamadas y el calor de personas con las que creía no contar. Además, tras esos 15 días de confinamiento mencionados, Alicia afirma que no tiene sentido su actitud planificadora, su obsesión por controlar el mundo; supone un esfuerzo inútil tratar de modificar el curso de la vida -explica-, que es del todo impredecible, como ha demostrado la pandemia y sus efectos. Alicia dice sentirse vulnerable, consciente de su propia fragilidad y la de los demás, incluida su madre, y esta conciencia es nueva.
Lidia tiene 28 años, es diseñadora gráfica, tiene pareja, aunque no conviven. Acude a terapia aproximadamente 3 meses antes del inicio del estado de alarma, estando de baja laboral. Presenta insomnio, erupciones en la piel, anorgasmia, miedo a conducir, a padecer una enfermedad mental grave y ansiedad relacionada con el ámbito laboral, que mitiga fumando marihuana y a veces bebiendo. Pasa por periodos de fuerte apatía en los que descuida su higiene y su imagen personal, acusando una fuerte tendencia al aislamiento y al llanto. Es hija única. Su padre padece un TOC diagnosticado hace 5 años, tratado farmacológicamente y con una adherencia al mismo fluctuante. La mayor preocupación de Lidia es que su padre bebe demasiado y no toma en serio su propio tratamiento, motivo por el cual teme que su madre “acabe tirando la toalla”. Sin llegar a la embriaguez, el consumo de alcohol por parte de su padre es diario y claramente excesivo. Cuando se excede con el alcohol, su madre la llama para que acuda al domicilio y requise las botellas a su marido, de manera que Lidia, que sufre por los posibles conflictos entre sus padres y sobre todo porque su madre, como decíamos, agotada, pueda abandonar a su padre, acaba con todo ese arsenal alcohólico requisado en su propia casa. Otra de las peculiares secuencias familiares, consiste en que periódicamente Lidia llama a su padre y, apelando a su experiencia en la materia, le advierte de los peligros de beber alcohol, sobre todo en interacción con los fármacos; llamada que además Lidia suele utilizar para sermonearle sobre la vida, el futuro, etc. El resultado es que su padre escucha y no acata, o acata cual adolescente en tono jocoso las advertencias de su hija.
Durante las sesiones de terapia que preceden al confinamiento, sin entrar en detalles sobre la intervención ya que no es el objeto de este artículo, Lidia decide volver al trabajo, decisión que resulta altamente acertada. La paciente reordena su vida cotidiana, abandona el consumo y empieza a construir la idea de que sus padres -o su padre al menos- necesitan ayuda especializada. Sin embargo, no deja de acudir al domicilio paterno semanalmente a modo de “inspección rutinaria”, o bien como respuesta a la llamada desesperada de su madre.
Una vez viene decretado por parte del gobierno el estado de alarma y por lo tanto Lidia debe confinarse, empieza a intuirse que lo que está por venir no va a ser fácil para ella. A Lidia su jefe le pide que no vaya a la oficina, motivo por el cual deja de conducir, uno de los logros recientes. Asimismo, teletrabaja, pero menos horas, y cada vez más aumentan las horas de desocupación y la soledad. Su novio decide confinarse en su propia casa y de este modo Lidia siente que vuelven a retroceder respecto a la intimidad que habían conquistado los últimos meses. Todo parece ir hacia atrás. De vez en cuando llama a sus padres, pero las llamadas no le tranquilizan, porque ya no puede comprobar in situ que las cosas están en orden y debe conformarse con sus explicaciones someras o quizás alteradas a propósito para que ella no se preocupe, visto que está confinada y nada puede hacer por ellos.
A lo largo de los primeros 15 días de confinamiento la sintomatología de Lidia se recrudece: el consumo, el llanto, la ansiedad y una fuerte sensación de abandono. A partir de la tercera semana, sin embargo, empieza a reflexionar sobre la relación con sus padres. En realidad, empieza a admitir que quizá sus padres no estén tan mal, y a observar la situación desde otro prisma: parece ser que su padre no ha bebido durante el confinamiento, por un lado, y se ha dado un cierto acercamiento entre la pareja, aumentando entre ambos las conductas de cuidado recíproco. Por otro, ahora tienen una mascota y ambos parecen compartir el interés por ella. Quizás sus padres son personas adultas, reflexiona, que hacen su vida, y su bienestar no depende tanto de lo que ella haga o deje de hacer, más cuando en una situación tan excepcional como esta han sabido cómo salir adelante. La nueva situación permite ahondar en la historia familiar y arrojar una luz nueva sobre las relaciones y el equilibrio doloroso de esta familia. Lidia se da cuenta de hasta qué punto ha descuidado sus propios proyectos. Se da cuenta de cómo desperdicia a veces su talento profesional, infravalorándose. Lidia llora con amargura por todo el tiempo perdido, pero se siente capaz de volver a levantar la cabeza, a construir un nuevo orden de prioridades. Siente que ha sido frenada, y en alguna medida se da cuenta que lo necesitaba.
Edgar vive solo, tiene 30 años y trabaja como jefe de proyectos en una consultora. Hace un año y medio vivía en Paris, antes de trasladarse a Barcelona cuando su empresa se lo pidió. Dos años atrás, había roto con su novia y se había distanciado de sus amistades, que eran compartidas por ambos. Acude a consulta porque presenta “pánico al contacto social”, en sus propias palabras. Esto es, en más de una ocasión a Edgar le ha ocurrido que, a la hora de conocer personas nuevas o bien de encontrarse con alguien conocido pero que hace bastante tiempo que no ve, ha sentido cómo, en el transcurso de la conversación, los músculos de su cara se paralizan, su expresión facial se transforma en una mueca estática y su interlocutor se da cuenta, con lo cual debe excusarse y lo más rápidamente posible abandonar el lugar. La posibilidad de que esta situación indeseable vuelva a darse, ha provocado que Edgar haya disminuido al máximo este tipo de interacciones, empezando a convertirse en un problema grave puesto que, dada esta “solución” que Edgar ha puesto en marcha, pronto su trabajo y su reputación se verán afectados, por “incomparecencia”. En cualquier caso, pensaba él, también se hubiera visto afectada su reputación si “hubiese comparecido”, ya que su desagradable síntoma le habría indefectiblemente hecho quedar en ridículo frente a personas importantes.
A lo largo de dos meses de terapia, aproximadamente unas 7 sesiones, diferentes prescripciones facilitan que Edgar pueda reanudar el contacto social, no sin reservas, pero al fin y al cabo reanudarlo.
Durante el confinamiento, sin embargo, obligatoriamente cesan los encuentros de Edgar con estos colegas de trabajo y con personas de su pasado a las cuales hace tiempo que no ve, frente a las cuales también se ha presentado el síntoma. Mantiene algunas reuniones online, pero él considera el contexto en las que éstas se dan distinto al de “la vida real” y se desarrollan con total normalidad. A partir de la segunda semana de confinamiento Edgar empieza a darse cuenta que desde que llegó a Barcelona, y quizás ya desde antes, cuando residía en París, se había centrado únicamente en su trabajo, especialmente a raíz de su ruptura de pareja, llegando a confundir “el personaje del trabajo” con su “propio yo”. Durante los días de reclusión forzada, Edgar se percata de que desconoce sus hobbies, no sabe cómo emplear el tiempo de ocio, no sabe divertirse. Le cuesta entender cómo se siente sino es como respuesta a algún episodio laboral; no tiene relaciones significativas de intimidad; piensa en su propia familia y cómo los afectos eran expresados en su interior, cuán necesario era cerrarse y aparentar normalidad. Edgar empieza a explicarse a sí mismo en una línea del tiempo, hilvanada a través de diferentes episodios y a través de diferentes estados emotivos. Se da cuenta que desde que rompió con su pareja, su vida se ha “vaciado” de proyectos, se ha parado. A partir de este momento, la terapia con Edgar toma un rumbo claramente distinto.
Así pues, una vez observados estos tres casos que destacamos aquí, podríamos afirmar que algunos pacientes han mostrado avances a la hora de superar sus propias dificultades a partir del momento en el que se inicia el estado de alarma, ya que el confinamiento ha funcionado como contraste, como lo contrario de la vida cotidiana, dando la oportunidad a algunas personas de generar nuevos significados a la luz de una nueva polaridad.
Ningún paciente con sintomatología activa ha presentado en situación de confinamiento el síntoma de la misma forma en que lo presentaba antes del mismo, ciertamente, permitiendo una mayor comprensión del contexto y de la dimensión temporal en que el síntoma tiene lugar. Sobre todo -en numerosos casos, de los cuales aquí hemos citado una representación exigua- y esto es lo relevante, el trabajo terapéutico ha podido trasladarse del nivel del problema hacia el ámbito de los procesos abstractos, que es en buena medida el objetivo de la psicoterapia.
Cómo evolucionarán estas personas una vez regresemos a la anunciada “nueva normalidad”, es una cuestión respecto a la cual nos sentimos hoy lejos de poder responder.
Eso sí, el cambio personal significativo -tal y como explica el psicoterapeuta Michael Mahoney- no se consigue, por lo general, sin sufrimiento y algún tipo de soledad.
Bibliografía
Bertrando, P. I processi di cambiamento in terapia sistemica. Riflessioni sistemiche Num: 6, 2012.
Feixas, G. Constructivismo y psicoterapia. Ed: Desclée, 2000, Bilbao.
Mahoney, M. Psicoterapia contructiva. Ed: Paidós, 2005, Barcelona.
Watzlawick, P. Cambio. Formación y solución de los problemas humanos. Ed: Herder, 1976, Barcelona.
Watzlawick, P. Teoría de la comunicación humana. Ed: Herder, 2002, Barcelona
White, M. Guías para una terapia familiar sistémica. Ed: Gedisa, 2004, Barcelona.